lunes, 4 de julio de 2011

ALEJANDRÍA


Vivo en una casa infinita.
Las habitaciones confluyen en un patio hexagonal de baldosas cubiertas con intrincados arabescos y grandes flores naranjas. Durante el día, se llena de luz y por las noches lo habitan exóticas sombras.
Mi madre dice, que todas las casas son infinitas.
Conozco cada tabla lustrada del piso. Se cuales crujen quejosas de tanto pisarlas. En los altos techos, se extienden largos y pesados listones de hojas que se unen en los vértices con un abalorio circular.
Mi madre teje.
Teje cosas que nadie usa. También desteje y vuelve a tejer.
Las túnicas, flotan alrededor de mi madre, etéreas y perfumadas al atravesar el patio. Cerrando y abriendo puertas. Desapareciendo y volviendo a aparecer. Cargando madejas de hilos multicolores como si se tratara de joyas.
Se equivocan cuando dicen que somos raras.
Es cierto que no salimos mucho y que tampoco recibimos visitas, pero también es cierto que nuestra casa está lista para recibir a quien quiera venir, por un rato, por un tiempo o para siempre.
Para siempre, es solo una forma de decir.
El calor es intenso. La biblioteca, un oasis fresco y ventilado. Allí paso la tarde y todas las tardes. Los estantes abarrotados de libros cubren las paredes. En las sillas antiguas hay pilas de tejidos de mamá, prolijamente doblados.
Desde mi gastado sillón de gobelino, con las piernas medio amontonadas a un costado, espío a las personas que pasan por la calle. Una angosta y alta ventana, me muestra personas fragmentadas por las rejas. Caminan como en cámara lenta, envueltas en la densidad del verano. Secándose la frente, resoplando, casi arrastrándose.
No puedo asegurar cuantos libros llevo leídos. No sigo ningún orden y los guardo en cualquier lado, así que cada tanto tropiezo con el mismo. Como hoy.
Abandono la ventana y vuelvo a la lectura:
“... De inmediato, los cómplices de Tifón fueron a cerrar el cofre, unos cerraron la tapa, y otros la sellaron con plomo fundido.…”
Mi mano descansa sobre la página amarillenta. Cierro los ojos. Con el dedo índice acaricio las letras negras. Puedo sentir la arena ardiente en la zona de El Fayum, cerca del viejo Nilo. Mis sandalias de cuero se hunden en el movedizo suelo. Sobre el rostro, el viento del desierto, caliente y voluptuoso. Rozando mi piel, la túnica de lino blanco. Sentado, misterioso, inmutable, el Gato Sagrado.
Como quien vuelve, abro los ojos. En el alféizar lo veo, un gran gato barcino lame, parsimoniosamente, una de sus patas.
Despacio, por miedo a espantarlo, camino hacia a la ventana. Desde la calle el viento, trae olor a lluvia.
Tengo el impulso incontrolable de levantarlo y sentir el latir de su corazón.
Con sus ojos de fuego, me mira torciendo levemente la cabeza. Los bigotes le brillan, como si fueran de plata.
Lo alzo con cuidado y siento en mi mano la vida bajo su piel.
Lo llame Maguito.
Llueve torrencialmente.
Las tardes lluviosas me transmiten energía. Mi cuerpo almacena la carga eléctrica de los cielos.
Maguito gusta de la lectura tanto como yo. Sentado en mi falda, espía el libro. El enorme y colorado gato, mira absorto la página y es legítimo asegurar que está siguiendo la historia con total encanto.
“…El gato representa a la luna, debido a su variado pelaje, a su actividad nocturna y a su fertilidad.…”
Dejo, por un rato, el libro abierto sobre mi falda. Maguito apoya su cabecita sobre la hoja y dormita. Por la ventana más pequeña, que da al patio central, mis ojos se detienen en una puerta Azul profundo.
Esa puerta, desde que tengo uso de razón, siempre estuvo cerrada.
A la hora de la cena le pregunté a mi madre, donde podría estar la llave de ese cuarto.
Para mi asombro, ella también desconocía su interior. Buscamos llaves perdidas en los cajones. Las probamos una tras otra. Ninguna funcionó.
Este verano, además de extremadamente caluroso, trajo abundantes lluvias. Leo casi todas la tardes, recostada en el sillón, disfrutando del té helado que prepara mi madre.
…”este animal pare la primera vez una cría, luego dos, tres, cuatro, cinco y así va engendrando hasta siete, de tal forma que, finalmente, todos suman veintiocho, el número de los días de la luna.…”
Continuaba leyendo, repetidamente a Plutarco, junto a Maguito. Ya había olvidado las llaves y hasta mi interés por ese cuarto cerrado, cuando saltó de mi falda. Lo ví correr y trepar por una pila de tejidos. Todas las prendas se desmoronaron. Se quedó olisqueando aquí y allá, amasando con sus patas.
Me levanté para acomodar el desastre antes de que mamá lo viera. Entre chalecos, mañanitas y otras cosas, tropecé con algo frío y metálico. Una antigua llave dorada.
En cuanto tuve la llave en la palma de mi mano, supe a que puerta correspondía.
Miré a Maguito. De alguna forma sonreímos juntos.
Corrí y abrí la misteriosa puerta. Asome la cabeza. No se veía nada. Miré al gato y me hice a un lado para dejarlo investigar. Él, con su andar felino, dio media vuelta y se perdió entre las plantas del patio.
Jamás entró.
Atravesé el umbral y la oscuridad me envolvió. Encendí las luces. Tristes gotas de luminosidad, salpicaron el lugar. Pude apreciar las dimensiones de la habitación. Me pareció demasiado grande para no tener ventanas.
Bajo una capa de olvido, las paredes azules con marcos blancos lo hacen muy atractivo.
El cuarto no tiene muebles, solo un retrato al óleo, con marco dorado.
Busque a mamá para que me ayude a limpiar. Terminamos al anochecer y nos paramos a mirar con detenimiento el cuadro.
El hombre de bigotes negros con oscuras ropas bizantinas nos mira directo a los ojos. 
Está parado al costado de un sillón de gobelino antiguo. Sobre los arabescos de flores azules de lino, dormita un enorme gato colorado. Al otro costado, la imagen de una niña. Viste una túnica blanca y sandalias de cuero. Su mirada perdida, me llena de tristeza.

El golpe de la puerta al cerrarse, me sobresalta.
Tratamos de abrirla. Esta trabada o quizás, cerrada con llave.
Con la espalda pegada a la puerta, pienso en el número de los días de la luna.
Del otro lado, más allá, en el patio con sus baldosas mojadas, camina delicadamente un gato de pupilas dilatadas. Va en busca de mi viejo sillón, para dormir y tal vez soñar con las lejanas tierras de Alejandría.






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