domingo, 13 de mayo de 2012





CRUJIR DE ZAPATOS


Sonríe miserable, sentado frente al gerente. Un tipo, gordo y despreciable que lo felicita por el favorable almuerzo de negocios mientras se pone de pie y empieza a caminar por el enorme despacho. Le repite sus ideas como propias, sin darle ningún crédito.
El, se agarra con fuerza al borde del enorme escritorio lustrado, puede ver sus dedos fundirse en las vetas de la madera. Se para. El cuerpo rígido lo obliga a usar toda su voluntad para caminar derecho. Le ofrece la mano al gordo en señal de despedida, pero el gerente le palmea la mejilla.
Es una mascara sonriente por el pasillo. Por dentro la miseria crece, llenándolo de un odio inútil.
Un cuchillo de hueso atraviesa su espalda. El día de trabajo invade su cuerpo. Se acomoda una y otra vez en el confortable asiento de su auto importado. El cuero susurra quejas ante el roce del traje. La mano, prolija y cuidada, mueve automáticamente la palanca de cambios. Primera, punto muerto, primera, punto muerto. Un pájaro preso tras barrotes dorados.
“Estoy en la vía rápida” -piensa cínicamente.
Afloja un poco la corbata, tratando de dominar el ahogo que lentamente invade su garganta. Los rojos faros del auto de adelante, parpadean con cada gota de lluvia. Aferra el volante hasta que los nudillos se ponen blancos. En el parabrisas empañado, sus ojos claros enceguecen.
Pasos lentos, infinitos. El ascensor lo deja en el décimo sexto piso. Entra a su departamento despacio. Un pasillo en penumbras, silencio y tranquilidad. Cierra la puerta sin prender las luces y camina hasta el dormitorio. Invadido por miedos absurdos, percibe el crujir de sus zapatos. Acciona los interruptores que iluminan la habitación, clara y espaciosa. Se quita la ropa, guardando cada cosa en su lugar. Una pintura perdida en los dibujos del empapelado.
El espejo del baño le devuelve la imagen de un hombre de treinta y nueve años, con cabello corto y rasgos proporcionados. Del muchacho gordo con anteojos, que nunca elegían para los equipos deportivos, no queda nada. O tal vez si.
Acaricia su cara, estirando la piel que rodea los ojos. Siente sus yemas tensar las marcas del cansancio. Muy adentro, donde se guardan las cosas oscuras, vive el resentimiento. “La mediocridad trae miseria.” –piensa. Lo decía su padre que era un mediocre.
La seda del agua caliente, cae lentamente por su cuerpo. Cierra los ojos para disfrutar el momento. El pasado corre con el agua y desaparece por la cañería. Lo sobresalta el recuerdo de Andrea. ¿Dónde estará ahora? Seguramente en alguna de esas clases a las que asiste tan emocionada. Los sueños de artista de su mujer le causan gracia y muchas veces la hiere con bromas crueles. Hubiera preferido una mujer ambiciosa, que lo acompañe en la cruzada de conquistar el mundo. Deja la ducha con un sabor desagradable en la boca. Fastidiado, busca la notita que acostumbra dejarle. No está. Le resulta raro, Andrea es muy ordenada, o mejor dicho, sabe que el no soporta el desorden. Sentado en la enorme cama matrimonial, marca el número del celular de su mujer. Una voz grabada le informa que está apagado.
Ella, distrae oscuros ojos, en algo vano. El living sigue a oscuras. El, camina hasta la lámpara de pie, al lado de la silla de estilo, donde Andrea acostumbra leer. La luz cae brutal sobre una redonda y blanca cara. Retrocede enredándose con la alfombra.
-¿Qué haces?- murmura.
Ella, levemente, frunce su boca. El fuego rojo en el centro de los labios, un gesto de reverencia oriental. Levanta la vista.
Ve unos ojos rasgados, dibujo negro que lo mira sin parpadear.
-Te estaba esperando amor.
La negra peluca de nylon, cruzada por palillos, brilla artificialmente.
-¿Cómo entraste?
Se levanta y junta las manos a la altura del pecho en posición de rezo. Gira. Como sus labios, el kimono rojo de seda.
-¿Te gusta?
-Silvina, mi mujer está por venir en cualquier momento.
Ella, sostiene su mentón con una fina y lánguida mano.
-Silvina, ¡por favor!
-Mi amor, voy a buscar vino.
La mira irse. Camina imitando los pasos de las japonesas en sus atuendos típicos. Todo su dominio se esfuma, dejando un despojo de hombre. Los miedos mas antiguos, las inseguridades que mas combate, están ahí, palpables, corpóreas. Silvina, tararea una canción. La importante ejecutiva de la empresa donde trabaja, está cantando en su cocina.
Se obliga a caminar. A medida que se acerca, la siente moverse, percibe hasta el roce del kimono contra los muebles. La iluminación brillante y fría, lo recibe con crudeza. En el piso, delante de la heladera está Andrea. Boca arriba y con los ojos abiertos, mira fijamente el techo. Su rostro está increíblemente blanco. Ha perdido un zapato y el pie desnudo deja ver sus arregladas uñas rojas. La cabeza se vuelve liviana, volátil y tiene que sostenerse del marco de la puerta para no caer.
Silvina camina sobre la inmaculada cerámica blanca, arrastrando la sangre roja. Lo hace con pasos cortos y apretados, dejando raros y artísticos dibujos. Dejó de cantar y el silencio lo aturde aún más. Ella se sienta en la banqueta alta y lo mira fijamente, definitivamente. Sus piernas cruzadas, sin cruzarse.  De la ancha manga aparece la mano, en la mano el brillante cuchillo que no pudo adivinar. La ve acercarse con una lentitud imposible.  Su cara blanca, muy blanca, como la luz, como el rostro de su mujer en el suelo, como la cerámica del piso, como la neblina que lo envuelve.


No hay comentarios:

Publicar un comentario