-Este calor da una sed
terrible.
El hombre de hombros
anchos y brazos fuertes, sostenía el jarro de latón bajo sus espesos bigotes mientras
hablaba. Tomó tres jarros de agua, uno tras otro, con tragos largos. La nuez en
su cuello grueso, bajaba y subía acompañando el líquido que pasaba por su
garganta sin respiro. Le tendió el jarro a Rodrigo mirando el cielo. Suspiró
satisfecho como si se hubiera quitado la sed del mundo.
Rodrigo cargo el jarro
con agua del gran balde de zinc tratando de no meter la mano dentro. Mientras la
bebida fresca pasaba por su propia garganta, pensó en lo inútil y estúpido de
su cuidado. Lo mas seguro era que la mayoría meta el jarro con mano y todo. Se
sirvió un segundo jarro permitiendo que su dedos llagados se hundan en el liquido
y lo tomo mas despacio. Por las comisuras de su boca dejo escapar un poco
adrede. Resbaló en dos chorritos finos por el mentón, el cuello, llegando hasta
su pecho ardido. Colgó el jarro en el gancho al borde del balde y miró al gigantón
escupir en sus manos callosas, frotar una contra la otra y subirse un poco el
pantalón
-Bueno –dijo y empezó a
caminar. Rodrigo lo miró alejarse sin moverse, sabia que debía seguirlo, pero
se quedo quieto envidiando la fuerza de ese hombre. Extendió sus manos mientras
bajaba la vista para mirarlas. Dos manos inútiles para ese trabajo, demasiado
flacas y suaves. Las dolorosas llagas tardarían un largo tiempo en convertirse
en callos duros. Volvió a mirar al hombre fuerte, del que no sabía ni el nombre,
lo vio levantar el pico en el aire y dejarlo caer violentamente contra la roca
dura. En el golpe, un enorme pedazo de piedra salto entre sus piernas y una
lluvia de piedritas de distintos tamaños voló desde el lugar donde el pico pegó
inclemente. Sin pausa volvió a levantar el pico y volvió a dejarlo caer, una y
otra vez, arrancado a la cantera grandes piezas que salían disparadas y rodaban
formando un montículo a su espalda. El apenas podía levantar el pico sobre su
cabeza y para cuando pegaba contra la piedra ya no tenia fuerza. Con cada intento
le parecía que se le iban a descoyuntar los brazos.
El silbato llegó pleno
a sus oídos. Fue como si un rayo le partiera la cabeza. Ya no pudo pensar más.
Desapareció todo lo que lo rodeaba y solo quedo la imagen clara de un tren
avanzando en la lejanía. Sonrió tontamente y cerró los ojos en un intento
desesperado por no perder esa visión.
Sintió el dolor brutal
y lacerante en su antebrazo derecho. Se le aflojaron las piernas pero no permitió
que sus rodillas tocaran la tierra. Sabía muy bien lo que le pasaba al que caía,
lo había visto varias veces en durante esas dos semanas. Se agarró el brazo con
la mano izquierda y giro para mirar al hombre vestido de gris descolorido,
parado al lado del balde con agua. El tipo lo miraba fijo con sus ojos sin
vida. En la cara chata de rasgos afilados solo sobresalía una nariz ganchuda. En
la mano derecha pegada a su cuerpo colgaba el látigo corto de cuero negro que
usaba para hablar. Había perdido tiempo, solo tenía un momento para tomar agua
y volver al trabajo, pero sus sueños habían ganado nuevamente a su razón. Ahora
el brazo le latía, la sangre mojaba sus dedos y el hombre lo miraba con sus
ojos muertos. Dio la vuelta lo más rápido que pudo, sin soltarse el brazo y
trató de correr a su puesto, pero solo logro un miserable trote. Cuando
finalmente estuvo delante de su pico lo agarro con las dos manos tratando de
levantarlo sin éxito. El brazo le dolía como los mil infiernos, si es que
existen tantos. Se limpio la mano ensangrentada en el pantalón, respiro hondo y
lo volvió a intentar. El pico se elevo en el aire y un momento antes de caerse
de espaldas, llevado por el peso de la herramienta, lo tiro hacia adelante.
Pego salvajemente contra la roca y reboto haciendo vibrar todo su cuerpo. Así
estuvo lo que quedaba de ese día, levantando el pico y dejándolo caer sin
lograr sacar una piedra de tamaño respetable de la dura roca.
-Que se le va hacer –decía
el viejo Nicasio. No tendría mas de cincuenta años, pero todos le decían viejo
–cuando tenés perpetua lo mejor es acabar pronto, por eso trabajo tanto, por
eso casi no como, por eso un día de estos en que se me junte el coraje voy a
dejar caer el pico acá ¿ves? –le dijo señalando su ingle –yo sé, porque algo leí,
que por ahí pasa una vena importante, de esas que llevan mucha sangre, como la
del cogote, si pego bien, chau –se quedo mirando el piso y no hablo mas.
Siempre decía lo mismo, la única salida para los que tenían perpetua, era morir
pronto.
Rodrigo no tenía
perpetua, solo veinte años. Solo veinte años era una forma optimista de decir.
En algún momento, durante el juicio, pensó que era una pena benevolente. No
había cometido homicidio, su hermano si y ya estaba enterrado en algún lugar de
ese territorio. Él era cómplice de robo a mano armada. Ahora que había pasado
casi dos meses en Castel, ya no estaba tan seguro de poder aguantar veinte
años. Por eso conversaba con Nicasio, nadie soportaba al viejo, siempre
hablando de matarse y nunca concretando, pero lo había ayudado mucho. Lo
defendió un par de veces en los primeros días y le consiguió el camastro de
tiento trenzado cerca del agujero con rejas, que en ese lugar llamaban ventana.
Cuando bajó del micro, estaba
aterrado. Nadie desconocía la existencia de Castel, pero ver la prisión de trabajos
forzados era otra cosa. Parecía esculpida en la cantera misma. No se veía un
ladrillo, una ventana con cristales, un techo, nada. Toda piedra gris con
agujeros enrejados con hierros renegridos por el tiempo. El piso de tierra y el
calor insoportable todo el año. Un viento, empecinado en soplar al ras del
suelo, levantaba eternos remolinos de polvo fino que se metían en los zapatos.
Una vez que traspasó la reja del frente lo pusieron en una línea con los otros
catorce y apareció el hombre de los ojos sin vida. Caminaba derecho y rígido
como si hubiera estado en eso que llamaban ejército. Se paró ante ellos con el
uniforme gris descolorido y el látigo corto de cuero a su costado. Les habló
con una voz segura y grave.
-Desde este momento son
prisioneros del estado. Todos cometieron delitos graves, muchos no regresaran a
las ciudades de donde vienen, otros tienen un tiempo prefijado para quedarse.
Pero esto es para todos, acá hay reglas claras, dieciséis horas de trabajo en
la cantera, seis de sueño, un desayuno, dos comidas y dos paradas durante la
jornada de trabajo para tomar agua. No tienen ningún derecho, los perdieron
cuando decidieron cometer el delito por el cual los condenaron, cuídense de
lastimarse porque solo hay una enfermería de primeros auxilios y no serán
trasladados a ningún hospital. No se permiten peleas, juegos de ninguna clase,
libros, revistas, ni diarios. Tampoco tendrán visitas ni recibirán o enviarán correspondencia
de ninguna clase. No hay televisión, radio, ni días festivos. Acá la semana de
trabajo es de siete días, los trescientos sesenta y cinco días de los años que
les toque quedarse. No recibirán retribución económica alguna por su trabajo.
Si sobreviven, el día que se vayan está dispuesto que recibirán el dinero
suficiente para viajar a la ciudad donde viva su familia o en su defecto a la
ciudad que decidan ir. La ropa que se les proporcionará es propiedad del estado
y cuidarla es su obligación. Las dos mudas deben durarles un año. Si la rompen
o pierden, andarán desnudos o descalzos hasta el año siguiente. Yo soy el jefe de
Castel y esta es mi voz –cuando pronunció esas palabras, levantó en alto el látigo
corto de cuero negro para que pudiésemos verlo bien –esta es la primera y única
vez que hablaré con ustedes. De ahora en más no serán necesarias las palabras.
Ustedes obedecen y trabajan, caso contrario, sentirán mi voz. No es agradable
trabajar lastimados y deberán hacerlo mientras puedan tenerse en pie. Eso es
todo. –dicho esto, bajo el látigo, giro sobre sus talones y volvió por donde
había venido.
La primera vez que
entre al rectángulo donde están los camastros me pareció que entraba a un horno
gigante. Caminamos desnudos en fila india, con nuestros calzones como única
prenda. En mis pies se enterraban dolorosamente, las piedras del piso. Nos
ordenaron ponernos una de las mudas de ropa gris y guardar la otra en un
estante que recorría todo el perímetro de la barraca. Consistía en un pantalón,
una chaqueta y un par de zapatos con cordones y suela de goma. Se suponía que
el camastro bajo la muda guardada era el que nos correspondía, pero como
novatos estúpidos teníamos mucho que aprender. Salimos al sol implacable del mediodía
sorteando varios pasillos atrás de dos guardias que caminaban a paso vivo. Sin
detener la marcha, nos condujeron a la cantera a casi dos kilómetros de las
barracas. Mis pies estrenaron los duros zapatos con unas rojas y dolorosas
ampollas en los talones. Nos dieron un pico y un sitio donde empezar a moler
roca. Ese día no tuvimos almuerzo, el horario había pasado. Tomamos agua una
vez. Al anochecer sonó una bocina y todos dejaron sus picos apoyados en la
piedra. Imité lo que hacían los otros y los seguí, siempre en fila india.
Subimos a camiones desvencijados que se balanceaban de un lado a otro en el
trayecto de vuelta. Mi espalda era un amasijo de dolores y quemaduras de sol.
No podía abrir la boca por la sed, ni cerrar las manos por las ampollas
lastimadas. Finalmente llegamos, bajamos y caminamos hasta la barraca. En
cuanto entré me tiré en el camastro que había elegido. Me levantaron en el aire
dos manos enormes y me lanzaron al piso. Mis huesos sonaron al estrellarse
contra la tierra dura. Si, aprendí con mucho dolor como eran las cosas en
Castel. Perdí mi segunda muda y dormí un par de noches en el suelo. Al
principio me robaban todo, la comida, la cama, hasta que Nicasio se acercó y me
llevó a uno de los camastros. Me empujó a lo bestia y caí acostado golpeándome
la cabeza contra el borde de madera. Mirándome directo a los ojos, dijo con voz
dura.
-De ahora en mas esa es
tu cama, cada noche dormís ahí y cuando vamos a comer te sentas a mi lado, el
pan que te dan es mío, también la fruta ¿se entendió?
Dije que si con la
cabeza muerto de miedo. El viejo giro dándome la espalda y hablo sin dirigirse
a nadie en especial.
-¿Se entendió?
Nadie contestó, ni
siquiera lo miraron. Se acostó en su cama y se quedó mirando el techo. Desde
ese día no comí pan ni fruta, pero conserve mi cama y pude dormir sin que me
despertaran a patadas a mitad de la noche o me dieran vuelta el plato de comida
en el piso.
El silbato del tren, a
media mañana, me mantenía cuerdo. Estoy seguro de eso. Nicasio decía que era
una estupidez. Yo pensaba que envidiaba mí posibilidad de salir libre.
Para mi propio asombro,
fui acostumbrándome a la rutina y en un par de meses era un autómata más.
Terminé el primer año con jirones de ropa sucia y los dedos de los pies afuera
de los zapatos. Mi piel blanca se convirtió en un cuero duro curtido por el
sol, mis manos suaves en dos callosidades torpes para todo menos para picar
piedras. Al principio trate de mantener el orden de los días y las semanas
marcando la pared con un pedazo de piedra, entre otras muchas marcas y ante las
risas de Nicasio. Un día me dí cuenta que no sabia ni que estaba marcando y
lloré amargamente. Fue la primera y ultima vez que lloré por algo en Castel,
tal vez porque había perdido lo único que me quedaba de humano, vaya uno a
saber. Por las noches se oía, cada tanto, a alguien llorar. Entonces le decía a
Nicasio “otro que se perdió acá adentro” y el no contestaba nada. Muchos morían,
algunos no volvían de las canteras. Eran levantados de donde caían por los
guardias y lanzados al camión. Esperaban ahí hasta el fin de la jornada y
después, supongo, los llevaban a la enfermería de la que habló el hombre de la
mirada muerta, nunca lo supe, me mantuve lejos de ese lugar durante toda mi
estadía. Otros se enloquecían por la noche, empezaban a gritar, a golpearse la
cabeza contra la pared de piedra y los sacaban a la rastra. Los gritos se
apagaban de a poco y seguíamos durmiendo como si nada.
En cierto modo el
tiempo no fue más que una sucesión de días iguales. Sol calcinante, trabajo
bestial, comida repugnante, convivencia sin palabras y a dormir. Solo los recién
llegados trataban de entrar en conversación pero les duraba poco. Las opciones
eran adaptarse o morir. No había más.
El día que un guardia me
llamó desde la reja de entrada a la barraca, estaba doblando mi ropa como hacia
todas las noches antes de dormir. Escuchar mi nombre y apellido me sobresaltó.
La costumbre entre nosotros era llamarnos por algún apodo, la mayoría de las
veces denigrante. Me llevaron a una oficina diminuta y mal iluminada. Un hombre
calvo de traje, sentado en un escritorio, empezó a leer un papel que tenia en
una carpeta de cartón azul, sin siquiera mirarme. Escuché lo que decía de pie
con las manos y los tobillos esposados.
-Prisionero Rodrigo Palestra,
le informo que el próximo martes 18 de enero del año 3568, termina su condena a
veinte años de trabajos forzados. Se le dará la ropa correspondiente y la suma
de 100 Drags. Ante su negativa de darnos la dirección de un familiar al momento
de ser condenado, le informo que podrá tomar el tren a la ciudad que desee con
su deuda cumplida. El gobierno espera que usted haya podido reflexionar en este
tiempo y por lo tanto no vuelva a cometer ningún acto que ponga en peligro a la
sociedad. Cabe aclarar que de reincidir, sin importar el delito que cometa,
será ejecutado de inmediato, sin necesidad de juicio alguno.
Levantó la vista y me
miró sin ninguna emoción en sus ojos.
-¿Entendió usted los
términos de su libertad?
Me quedé mudo, no
estaba seguro de entender nada. En mi cabeza rebotaban un montón de preguntas.
¿Cuando sería martes 18 de enero? ¿Estaríamos en enero? ¿Los 100 Drags, me
alcanzarían para tomar el tren que corría a lo lejos, hacia la libertad con la
que tanto había soñado? ¿El silbato del tren se sentiría tan maravilloso cuando
uno estaba sentado dentro del tren?
El golpe del guardia en
mi antebrazo con su palo de corrección me devolvió a la realidad, miré al
hombre y dije si con la cabeza. El tipo dio vuelta el papel que había leído y
me extendió una lapicera señalando el final de la hoja. Tenia que firmar.
El guardia me saco la
esposa derecha de la muñeca y me empujo suavemente para que me acerque a la
mesa. Todo mi cuerpo temblaba. Tenia el estomago revuelto y la cena amenazaba
con salir en cualquier momento. Mis pies encadenados se trabaron al avanzar y
casi me caigo de cara sobre la mesa. Tuve que agarrar mi mano derecha, con la
izquierda esposada, para poder poner mi apellido en el papel.
Por primera vez, desde
el día que llegue a la prisión, no caminaba sintiendo el suelo. Flotaba. Cuando
entré a la barraca, muchos me miraron y no dijeron nada. Solo Nicasio hablo
cuando me acosté en mi camastro.
-¿Cuándo te vas?
-El 18 de enero, pero
no tengo idea de cuando es.
Rodrigo se durmió profundamente
y soñó como no lo hizo en todo ese tiempo sobre los tirantes de cuero rígido. Dormir
en la prisión era caer en un agujero negro, como de brea espesa, que envolvía
el cuerpo y lo hundía en un mundo sin imágenes, sin sonidos. Estaba seguro que
así era la muerte. Pero esa noche soñó con el tren.
El bólido de cincuenta
metros, reluciente, parado en la estación, esperándolo con su punta redonda de
un azul brillante. Subió con su pasaje en la mano y eligió un asiento del lado
de la ventanilla. Miraba a la gente que lo rodeaba, vistiendo coloridas
prendas, niños sonrientes de la mano de mujeres bonitas, olor a flores,
mariposas de colores resaltando sobre el cielo azul y el tren con sus asientos
blancos, acolchados, donde se acomodó hasta sentir la suavidad en todo el
cuerpo. Entonces el silbato cortó el aire y cerró los ojos, sonriendo. Los rezagados
se apuraron para subir. El guarda pego un grito que fue ahogado por la
insonorización del vagón presurizado. Empezó a moverse muy lento, acelerando de
a poco, más y más, hasta que llegó a velocidad de crucero y las imágenes por la
ventanilla fueron como cuadros impresionistas, llenos de colores, pintados por
un artista loco.
Cuando despertó fue informado
que era 18 de enero y le ordenaron bañarme, afeitarse y ponerse la ropa que
dejaron sobre el camastro.
Vio a los otros caminar
en fila india por última vez. Nicasio en mitad de la fila ni se dio vuelta para
despedirse, se perdió en el grupo de ropa gris, como si finalmente se hubiera
suicidado.
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