domingo, 8 de julio de 2012

Virgilio




Ninguna noche, con frio mortal o calor insoportable, Ariel deja de ir al café de Rioja y Castillo.


Instalado en la mesita arrinconada en el fondo, lee compenetrado mientras toma café fuerte con una gota de leche fría y sin azúcar. El resto de los parroquianos no molestan, no hay televisor ni música funcional y los mozos parecen deslizarse sin hacer ruido sobre los mugrientos mosaicos del suelo. Un silencio pesado y opaco lo envuelve en su ritual obsesivo.
-Virgilio, no te entiendo.
La voz de mujer lo arranco de su ensimismamiento. ¿Virgilio? Pensó. ¿Quién puede llamarse Virgilio en estas épocas? Se sintió molesto de inmediato, el silencio que reinaba en su rincón acababa de ser interrumpido por la voz quejosa de una mujer sentada a su espalda. Se quedó quieto mirando la pared que tenia enfrente y espero escuchar la voz del Virgilio en cuestión. La respuesta no llego y la molestia iba creciendo. Respiró hondo, aflojo los hombros contraídos por el suceso y decidió volver a su lectura. Tomo un sorbo pequeño de café y enfrento la página 142 del libro.
-Lo siento Virgilio, no puedo.
Ariel levanto la vista del libro ante la nueva interrupción y volvió a quedarse quieto mirando la pared. Ahora la queja le sonaba como respuesta a un requerimiento que no había oído. No terminaba de entender como Virgilio hablaba tan bajo como para que el no escuchase que decía. Miró hacia el salón, apenas girando la cabeza a su derecha y diviso una mesita vacía en el otro extremo. Cerró el libro y apoyo las manos sobre la mesa para levantarse y cambiar de lugar. No pensaba soportar esa ridícula discusión de pareja. Entonces vio su café casi intacto y dejó caer las manos sobre las piernas. Con su natural torpeza se le hacia imposible mudarse de mesa con el café y el libro, seguramente tiraría algo al suelo. De repente estaba de muy mal humor.
Sintió a su espalda, con todo detalle, correrse la silla y el roce de la tela del vestido de la mujer al levantarse. Los tacos repicaron alejándose hasta perderse por completo. Experimentó una rara satisfacción por Virgilio. Después de todo para que quería a esa mujer que no lo podía comprender. Sin pensar en lo que hacia, se dio vuelta sonriente para ver el rostro de un hombre que andaba por la vida con semejante nombre ilustre. Solo vio la mesa vacía, un café sin tomar y un ejemplar de la Eneida.




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