sábado, 3 de agosto de 2013

HERIDO

Quizás debiste ser, agua, amor y piel. 
Antes debí saber por donde correr. 
Quizás debí tener valor para responder, antes de caer para no entender. 
Que el silencio es lo que es y nada puede hacerme ver. 
Dónde es que debo arder. 
Vuelvo a sentir que me corté adonde ya estaba herido. 
Puedo decir que me oculté para no abrir caminos. 
Debo decir que la verdad siempre nos deja fríos. 
Vuelvo a sentir que me corté adonde ya estaba herido.

Richard Coleman




viernes, 22 de marzo de 2013

Solo puntos cardinales


Fiel a mi estilo, fui a caminar por ahí. Llegué hasta plaza Francia. Muchos años atrás y por esas circunstancias de la vida, este paseo formaba parte de mi cotidianeidad. Ahora está lo suficientemente lejos como para convertirlo en un re descubrimiento de cambios mínimos pero notables. El sol pagaba fuerte espantando los primeros aires fríos de una ciudad preparándose para el invierno. La gente caminaba cubierta por su ropa deportiva de marca y calzada con carísimas zapatillas de colores brillantes. Muchos se desplazaban, cuidadosamente, en bicicletas de última generación, con casquitos graciosos en la cabeza o en patines on line brillantes y veloces. 
Los mayores, tomaban distintos brebajes sentados en sillones cómodos distribuidos en la vereda de paquetísimos bares que ostentan orgullosos una historia de visitas ilustres. 
El murmullo de las risas, el griterío de niños manchados con caramelo, las cabezas llenas de rastas de los new hippies en los puestos de una feria con objetos variados y costosos, la chica sonriente que ofrece torta casera con algarroba y semillas activadas, el pibe pintado de blanco que a cambio de unas monedas se mueve rígido en su papel de estatua viviente, la iglesia antigua y solemne donde parece habitar un dios que perdona pecados, el cementerio imponente que resguarda historias del ser nacional y otras no tan patriotas pero si misteriosas, el aire cargado de distintos perfumes franceses y sonrisas. Muchas sonrisas, blancas y cuidadas.
Cansada de tanto caminar, me senté en un banco rodeado de cuidadas florcitas que iban de acá para allá bailando en la brisa. 
A mi lado, una joven pareja se pasaba un mate enorme recubierto en cuero crudo repujado. La chica miraba absorta, con los ojos entrecerrados, algún punto indefinido. El chico, detrás de sus Ray Ban ocultaba su intención visual. Las bicicletas de carbono descansaban al costado del banco, una plateada y otra azul eléctrico. La chica se quitó la campera de su equipo deportivo violeta, apoyo los brazos en el banco y llevo la cabeza hacia atrás para que el sol acaricie su rostro. Suspiro hondo y sonrió.
-Que lastima que la gente no se dé cuenta que para ser feliz no se necesita dinero –dijo.
El muchacho no contestó. Terminó de tomar el mate y lo apoyó a su derecha. Se agachó y con paciencia infinita ajustó los cordones de sus Nike.
También suspiré y decidí volver a casa. Tomé el colectivo con rumbo al sur. Porque como dijo un genio de la palabra “Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia”.



sábado, 16 de febrero de 2013


Yo si te quiero…


-No te quiero más.
La vocecita quebrada fue tajante. Unos ojos café, inundados en agua salada me miraban dolidos. Los brazos blancos y flacos, aferrados a una muñeca gigante. 
La puntada vino precisa en el vientre vaciado. Deje caer mi humanidad en la silla. Esperé que remitiera con la vista fija en la uña del dedo índice de mi mano derecha. Mano donde caminos de venas violáceas seguían llevando vida. Como una broma sin sentido que hacia sonreír de alegría a los amigos.
En el silencio de la habitación soleada resonó el golpe de la muñeca contra el piso. Un golpe sordo, demasiado apagado para un objeto tan grande. Desmesurado, como el consuelo que tenía que dar. Una muñeca que tapara la ausencia, el dolor, la incomprensión de los hechos, la vida real.
Imaginé la muñeca tirada. El vestido blanco arrugado por noches de abrazos infantiles. Humedecida por lágrimas que solo calmaban el sueño tardío. Vi sus ojos de vidrio celeste con pestañas exageradamente curvas y largas mirar fijamente el techo. El pelo de nailon dorado caóticamente enredado entre flecos de alfombra. Torcí la boca con amargura pensando en el padre desesperado, buscando en la juguetería un placebo para la soledad.
El vientre volvió a gritar y me torcí más sobre mi misma. La imagen de la muñeca vestida de blanco se transformó en la mujer vestida de blanco. La mujer alta de severos ojos negros que con voz fingidamente dulce me ayudaba a incorporarme en la cama del sanatorio. Me peinaba, me cambiaba, me curaba la cicatriz cada día.
Estéril. Me dije estéril miles de veces y ahora lo era más.
Estas manos debieron cortar. Las manos que no sirven para acariciarla. Estos brazos debieron cortar, los brazos que no sirven para abrazarla. Mi boca debió extirpar. Boca estéril que no supo consolarla.
Levanté la cabeza y trabajosamente enderecé la espalda.
La niña de ojos ahogados ya no estaba. La muñeca desmesurada, tirada en el suelo, se veía muy sola.
Me senté a su lado ignorando el dolor tirante y la abracé fuerte. Finalmente pude llorar, llorar como una niña pálida abandonada.
-Yo si te quiero.


M.V.M.