Vibrando por Buenos Aires
Un enjambre de
hambrientos de tiempo, devoradores de pasos que no se detienen, están agolpados
a mí alrededor dejándome sin aire. Miran hacia un lado y hacia el otro como si
ese movimiento fuera la conjura de algún extraño hechizo que cambie el carmesí
del semáforo.
En el lado
norte, hacia el lado sur, estoy parada rogando avanzar y liberarme del gentío.
El semáforo dice verde. Mi primer paso es el comienzo del cruce. Me adelanto y
gano terreno en una huida cobarde. No sé que gano. El tiempo no es mi alimento.
Lo veo. El sol
pega pleno sobre su ropa negra y ahí se queda imposibilitado de reflejarse. Sus
ojos están escondidos tras anteojos oscuros, pero yo los conozco, azabaches
encendidos y profundos. Pierdo el terreno ganado en el apuro, quedando clavada
en el asfalto recalentado del mediodía. Él, avanza de sur a norte en línea
recta hacia mí. Cierro los ojos y ruego que desvíe su camino unos centímetros,
pase a mi lado y desaparezca. Mi nariz percibe el perfume, ese perfume. Despego
los parpados, sabiendo lo que voy a ver.
Estará parado
delante de mí. Estará mirándome tras sus lentes oscuros. Estará sonriendo de
costado. Estará y yo me haré aire, luz de sol muriendo en el negro de su ropa.
Parados, uno
frente al otro, sin palabras mediante, lo veo levantar sus manos y ponerlas
alrededor de mi cuello. Acerca su rostro, mucho. La amable rudeza de su barba
apenas crecida, el perfume lo invade todo. Besa mi mejilla. Sin poder evitarlo,
vibro. Todo mi cuerpo de aire, vibra. Mis labios no besan. Se abren y
pronuncian las palabras sagradas: “Te quiero”.
La aguda. La cruel
bocina es seguida de un insulto poco original. El tipo me mira iracundo con
medio cuerpo fuera del auto. Sorteo los vehículos que piadosos se detienen a
cambio de no pisarme. Una mujer de severo traje sastre y collar de perlas me
mira con lástima cuando finalmente gano la otra vereda, la vereda sur. Camino
hasta la pared, apoyo la espalda y espero volver a ser.
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