CRUJIR DE ZAPATOS
Sonríe
miserable, sentado frente al gerente. Un tipo, gordo y despreciable que lo
felicita por el favorable almuerzo de negocios mientras se pone de pie y empieza
a caminar por el enorme despacho. Le repite sus ideas como propias, sin darle
ningún crédito.
El,
se agarra con fuerza al borde del enorme escritorio lustrado, puede ver sus dedos
fundirse en las vetas de la madera. Se para. El cuerpo rígido lo obliga a usar
toda su voluntad para caminar derecho. Le ofrece la mano al gordo en señal de
despedida, pero el gerente le palmea la mejilla.
Es
una mascara sonriente por el pasillo. Por dentro la miseria crece, llenándolo
de un odio inútil.
Un
cuchillo de hueso atraviesa su espalda. El día de trabajo invade su cuerpo. Se
acomoda una y otra vez en el confortable asiento de su auto importado. El cuero
susurra quejas ante el roce del traje. La mano, prolija y cuidada, mueve
automáticamente la palanca de cambios. Primera, punto muerto, primera, punto
muerto. Un pájaro preso tras barrotes dorados.
“Estoy
en la vía rápida” -piensa cínicamente.
Afloja
un poco la corbata, tratando de dominar el ahogo que lentamente invade su
garganta. Los rojos faros del auto de adelante, parpadean con cada gota de
lluvia. Aferra el volante hasta que los nudillos se ponen blancos. En el
parabrisas empañado, sus ojos claros enceguecen.
Pasos
lentos, infinitos. El ascensor lo deja en el décimo sexto piso. Entra a su departamento
despacio. Un pasillo en penumbras, silencio y tranquilidad. Cierra la puerta sin
prender las luces y camina hasta el dormitorio. Invadido por miedos absurdos,
percibe el crujir de sus zapatos. Acciona los interruptores que iluminan la
habitación, clara y espaciosa. Se quita la ropa, guardando cada cosa en su
lugar. Una pintura perdida en los dibujos del empapelado.
El
espejo del baño le devuelve la imagen de un hombre de treinta y nueve años, con
cabello corto y rasgos proporcionados. Del muchacho gordo con anteojos, que
nunca elegían para los equipos deportivos, no queda nada. O tal vez si.
Acaricia
su cara, estirando la piel que rodea los ojos. Siente sus yemas tensar las
marcas del cansancio. Muy adentro, donde se guardan las cosas oscuras, vive el
resentimiento. “La mediocridad trae miseria.” –piensa. Lo decía su padre que
era un mediocre.
La
seda del agua caliente, cae lentamente por su cuerpo. Cierra los ojos para
disfrutar el momento. El pasado corre con el agua y desaparece por la cañería. Lo
sobresalta el recuerdo de Andrea. ¿Dónde estará ahora? Seguramente en alguna de
esas clases a las que asiste tan emocionada. Los sueños de artista de su mujer
le causan gracia y muchas veces la hiere con bromas crueles. Hubiera preferido una
mujer ambiciosa, que lo acompañe en la cruzada de conquistar el mundo. Deja la
ducha con un sabor desagradable en la boca. Fastidiado, busca la notita que
acostumbra dejarle. No está. Le resulta raro, Andrea es muy ordenada, o mejor
dicho, sabe que el no soporta el desorden. Sentado en la enorme cama
matrimonial, marca el número del celular de su mujer. Una voz grabada le informa
que está apagado.
Ella,
distrae oscuros ojos, en algo vano. El living sigue a oscuras. El, camina hasta
la lámpara de pie, al lado de la silla de estilo, donde Andrea acostumbra leer.
La luz cae brutal sobre una redonda y blanca cara. Retrocede enredándose con la
alfombra.
-¿Qué
haces?- murmura.
Ella,
levemente, frunce su boca. El fuego rojo en el centro de los labios, un gesto
de reverencia oriental. Levanta la vista.
Ve
unos ojos rasgados, dibujo negro que lo mira sin parpadear.
-Te
estaba esperando amor.
La
negra peluca de nylon, cruzada por palillos, brilla artificialmente.
-¿Cómo
entraste?
Se
levanta y junta las manos a la altura del pecho en posición de rezo. Gira. Como
sus labios, el kimono rojo de seda.
-¿Te
gusta?
-Silvina,
mi mujer está por venir en cualquier momento.
Ella,
sostiene su mentón con una fina y lánguida mano.
-Silvina,
¡por favor!
-Mi
amor, voy a buscar vino.
La
mira irse. Camina imitando los pasos de las japonesas en sus atuendos típicos. Todo
su dominio se esfuma, dejando un despojo de hombre. Los miedos mas antiguos,
las inseguridades que mas combate, están ahí, palpables, corpóreas. Silvina,
tararea una canción. La importante ejecutiva de la empresa donde trabaja, está
cantando en su cocina.
Se
obliga a caminar. A medida que se acerca, la siente moverse, percibe hasta el
roce del kimono contra los muebles. La iluminación brillante y fría, lo recibe
con crudeza. En el piso, delante de la heladera está Andrea. Boca arriba y con
los ojos abiertos, mira fijamente el techo. Su rostro está increíblemente
blanco. Ha perdido un zapato y el pie desnudo deja ver sus arregladas uñas
rojas. La cabeza se vuelve liviana, volátil y tiene que sostenerse del marco de
la puerta para no caer.
Silvina
camina sobre la inmaculada cerámica blanca, arrastrando la sangre roja. Lo hace
con pasos cortos y apretados, dejando raros y artísticos dibujos. Dejó de
cantar y el silencio lo aturde aún más. Ella se sienta en la banqueta alta y lo
mira fijamente, definitivamente. Sus piernas cruzadas, sin cruzarse. De la ancha manga aparece la mano, en la mano
el brillante cuchillo que no pudo adivinar. La ve acercarse con una lentitud
imposible. Su cara blanca, muy blanca,
como la luz, como el rostro de su mujer en el suelo, como la cerámica del piso,
como la neblina que lo envuelve.